Por Sergio Avena
Me invitaron a escribir unos párrafos de las vivencias que tuve con Raúl. Algo distinto a los muchos y muy merecidos obituarios, donde se han contado la extensa trayectoria en la docencia y la investigación de Francisco Raúl Carnese, y su integridad ante los sucesos políticos que sacudieron nuestro país.
Hace solo un año hicimos la reunión para recibir a las nuevos adscriptas con todos/as los/las docentes de Antropología Biológica y Paleoantropología de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Allí Raúl, Profesor Consulto, narró la historia de cómo había entrado a la cátedra. Contó que ya en democracia se entera que el Profesor Rex González, a quien conocía de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de La Plata (FCNyM-UNLP), había sido nombrado Director del Museo Etnográfico de Buenos Aires. Decide ir a saludarlo, allí Rex le comenta que se iba a abrir el concurso de Antropología Biológica (FFyL, UBA). Raúl le dice que no podía presentarse, porque hace casi una década que estaba fuera del ámbito académico. Ante la insistencia de Rex, concursa y gana el cargo de Profesor Adjunto y luego el de Profesor Titular.
Recién asumido realizó un cambio radical del programa de la materia, deja el historicismo-cultural e incluye microevolución, genética de poblaciones, crecimiento y desarrollo, hominización, bioarqueología y análisis crítico de las clasificaciones raciales. Pero también redacta un reglamento al estilo de la FCNyM-UNLP, allí se estipulaba que los alumnos que llegaran 10 minutos tarde tenían media falta y a la media hora ausente. Además, quería hacer parcialitos por clase. Carlos Herrán, director por ese entonces de la carrera, lo miró por encima de los anteojos y le dijo ¿Te parece, Raúl? ¿Acá, en Filosofía y Letras?
Y eso me hizo recordar mis primeras experiencias. Cuando me tocó hacer “biológica”, era (y es) la única de la disciplina en la carrera de Antropología de la UBA. Por cosas como el reglamento, y los contenidos pasó a ser tildada como la materia positivista de la carrera y era bastante criticada por “radio pasillo” (“esos te dan genética y matemática”).
Con todos esos preconceptos me dirigí a la primera clase. Me sorprendió que no siendo obligatorios los teóricos y contrariamente a lo que esperaba, el aula estaba llena y quedaba gente afuera. Raúl daba unas clases sumamente interesantes. Un buen indicador era la presencia de las/los alumnas/os hasta el final de la clase, y en la suya no se iba nadie y se lo escuchaba con suma atención. Otro era el humo en esa aula superpoblada, nadie salía para fumarse el pucho afuera. Bueno, para que yo pudiera estar en el práctico de la noche tenía que llevar el certificado de trabajo, y así se enteraron que era técnico de laboratorio. Entonces me dijeron si me interesaba colaborar porque estaban trabajando con unas muestras de unas comunidades originarias. Aunque a partir de la cursada mi impresión de la materia había cambiado totalmente, todavía dudaba, pero no podía rechazar la invitación a hacer una actividad práctica. Y nunca voy a terminar de agradecer por haber ido y dedicarme desde ese momento a la Antropología Biológica.
Descubrí un lugar de mucha dedicación a la investigación, de estudio, de trabajo en equipo, de discusiones fructíferas. Pero también eran lugares de encuentro, amistad y compañerismo. Era una tradición juntarse para fin de año con los grupos de La Plata. Recuerdo un asado en el campo de Marito Luis. Después de la copiosa ingesta de carne, regada con abundante vino tinto, a alguien se le ocurrió una idea tan poco recomendable como irresistible, hacer un picadito. Y así con un calor sofocante y bajo el inclemente sol de diciembre cada uno se fue arrastrando hacia su posición. Entre los “jugadores” estaban dos cincuentones largos, colegas y amigos inseparables, los Dres. Pucciarelli y Carnese. Héctor no dudó en dirigirse al arco (creo recordar que tenía una boina a lo Amadeo Carrizo), Raúl se alejó hacia la mitad de cancha y se paró de diez (de un Bochini, como a él le hubiera gustado). Empezó el “partido”. Raúl caminaba buscando el espacio para que le llegara el pase, recibía la pelota con clase, levantaba la cabeza y armaba el juego del equipo. Yo siempre adherí a la postura que sostiene que la forma de ser jugando al fútbol dice mucho de una persona (por ejemplo, el egoísmo del goleador o la solidaridad del volante de marca para socorrer al compañero en inferioridad numérica, como decía Fontanarrosa). Y creo que Raúl era como jugaba, hacía la pausa, maceraba las ideas, no se dejaba llevar por las modas o el “factor de impacto”, y decía, y practicaba, qué nunca había que olvidarse para qué se hacía ciencia, y en este país. Ah, sobre el partido, nadie sabe cómo salió el resultado. El match más que terminar se fue extinguiendo por las incesantes migraciones de los acalorados jugadores buscando refugio en la sombra de los árboles del costado de la cancha, el avance de unas enormes y amenazantes nubes negras, y el sonido de unos truenos que anticipaban el diluvio que se desató minutos después.
“Lamentablemente, y como ha pasado con el Trinche Carlovich, no hay fotos de ese partido. Esta imagen es otro asado, pero nocturno, donde Raúl había ido disfrazado de Malevo». Se agradece a Cristina Muñe por la cesión de esta foto.
Sergio Avena
Doctor en Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires.
Investigador del CONICET.
Miembro del Laboratorio de Antropología Biológica, CEBBAD, Universidad Maimonides.
Docente de la Cátedra de Antropología Biológica y Paleoantropología(FFyL)Universidad de Buenos Aires y de la Evolución en la Universidad Maimónides.
Presidente de la Asociación de Antropología Biológica Argentina 2015-2017.