Por Luis Manuel Guimarey
Fue en 1986, recién llegado de ocho años de exilio,tenía que resolver algunas urgencias, la más acuciante, sin dudas, mi ingreso a la carrera del investigador de la CIC –lo que significaba la estabilidad laboral que hasta el momento no tenía– donde se desarrollaba un proyecto de investigación en crecimiento y nutrición, al que fui invitado a incorporarme. La cuestión fue que, para tal fin,me solicitaron un director de trabajo, alguien reconocido como investigador en el área. El nombre de Héctor surgió por sugerencia del Dr. Cingolani (en aquel momento, vicepresidente de la Comisión). Así fue que, con el CV y los papelesque debería firmar en caso de aceptar ser mi director, bajo el brazo, me dirigí a su laboratorio,por entonces en la Facultad de Ciencias Médicas, UNLP (tercero o cuarto piso, no recuerdo muy bien). Nos sentamos en su escritorio, le expliqué el motivo que me llevaba –en la charla surgieron algunos nombres de conocidos y/o amigos en común, en particular el de Raúl Carnese– me fui y, cuando regresé al día siguiente, según su indicación, estaba todo firmado.Así fue como nos conocimos.
Quería contarlo porque muestra la calidad humana de Héctor, sin conocerme confió y me dio una mano invalorable en el difícil tiempo de la reinserción después de larga ausencia, un gesto que no olvidaré.
Lo que siguió, laboralmente hablando, significó un antes y un después en mi vida profesional y personal, por su calidad de científico. En este aspecto nuestra colaboración, se extendió por muchos años. Años intensos de investigación y docencia, y de charlas que fueron tremendamente enriquecedoras, con un tipo de una claridad epistémica como pocos he conocido. Un verdadero científico, con mayúsculas (no apenas un investigador). Por supuesto, esas charlas, que recuerdo con “saudades”, incluían el humor. A Héctor le gustaban, como él mismo lo decía, los chascarrillos, siempre tenía alguno para intercalar y siempre había un espacio para ejercitarlos en el intercambio intelectual, que era profundo y “jugoso”, pero no acartonado. Al final, y casi después de treinta años, nuestros caminos laborales tomaron rumbos diferentes, pero el afecto personal, el respeto intelectual y, sobre todo, mi agradecimiento, siguieron firmes. ¡Querido Héctor hasta siempre!